14 marzo 2008

NEGRO

Mientras realizamos una posición, que creemos que jamás se a hecho, y disfruto de ese placer deportivo, de forma sorpresiva, y en el peor momento, se me sale un peo de grave sonido y grave olor. Me quedé en blanco esperando respuestas, esperando que ella hiciera algo, que se riera, que me mirara con asco, una reacción…sin embargo, la muy perra solo atino a decir-¡Estamos mal de la guatita!-.

La gran insolente, ni siquiera la conocía y se tomaba atribuciones de amigo entrañable para soltarme aquel comentario sobre un accidente inevitable. Pero, a pesar de mi rabia, le mire a los ojos, y le dije-¿Y tú, no te lavas el hocico?- provocando que rápidamente se cubriera la boca. Me di cuenta de mi error, y trate de rectificarlo, sin saber como, cuando se me ocurre la brillante idea de tirarme otro. Así, yo quedaría mal, pero como buen caballero, le salvaría del bochorno.

Pero ustedes no se imaginan lo que vino después. Se lo trataré de relatar de manera breve, evitando nombrar algunos asuntos demasiado personales y otras insignificancias que no requieren mayor atención.

Se transformó en una situación sin control, sin juez y sin ley. La cosa se degeneró insospechadamente, nunca antes lo habíamos hecho así ninguno de los dos. Un sexo violento, casi sangriento, bestial. Sin mentirles, amigos, nuestra cama, y todos los lugares por los que yacimos se incendiaban de la nada…

Nos dijimos varias frases insultantes, cada vez iba aumentando más el odio, la rabia por el otro. Faltaba poco para golpearnos con ira inusitada, pero, luego pasamos a las frases con tono sexual, pero perdiendo el decoro. De un momento a otro, nuestras lenguas, brazos, sexos y piernas se mezclaron en una maraña donde encontrar el principio o el fin era imposible. Éramos circulares, eternos.

Todo se puso elegante al momento de ponerme en pie sobre la cama. Apunté mi pene a su cabeza y se dio una ducha tibia donde utilizó shampoo y bálsamo, hasta le alcanzó para sacarse el jabón. No dijimos nada, solo continuamos la maniobra, nada nos detuvo, nos convertimos en un torbellino dentro de la habitación, la cual ardía sin control.

En una de esas incursiones, las que duraron 123 horas, ella se montó sobre mi cara y comenzó a defecar. Marcaba su territorio, y yo me comí esa deliciosa compota descompuesta que le salían por el ano, tal como si fuera helado que cae de una máquina. Luego fue mi turno, y ella se lo esparció por su cuerpo, se embadurnó los pechos, las piernas, su concha agridulce, momento en el cual volvimos a retozar como desquiciados, hasta parar por un par de minutos para volver a lo mismo.

No recuerdo bien en que jornada fue donde vino el azotamiento, pero la afición la tengo marcada con una cicatriz que me quedo cuando ella me lanzó le primer golpe. Nos hicimos heridas con un cortaplumas, intercambiamos sangre, sudor y uno que otro secretillo nuestro. Perdí 6 dedos de mi cuerpo y ella 3. Yo la mitad de un testículo y ella un pezón, el que le arranque con mis dientes mientras lograba un orgasmo que jamás olvidará.


No comimos, no dormimos y no bebimos en ese tiempo, ningún artículo de algún mafioso hipermercado. No era necesario salir, levantarse y ver el sol, no. Si yo tenía hambre, se cortaba un pedazo de su cuerpo y me lo daba, también, en cantidades generosas, sus excrementos. Si yo tenía sed, bebía su orina, su sangre o su saliva mal oliente me aliviaba. Si yo quería dormir y mí cuerpo lo requería, ella llegaba y me la empezaba a chupar frenéticamente, de manera que las ganas de un descanso se disipaba y volvíamos a lo mismo, tirar hasta desfallecer.

Pero dicen por allí que todo principio tiene un final, y así fue. Ya no nos excitábamos como al principio, solo era sexo por complacer, no había sentimientos, no había pasión. Su mal olor volvió a mi angustiada nariz, mis defectos la dejaron ciega. La rutina nos colapsó, nos aniquiló sin misericordia y nos destruyó el sueño.

Hicimos algo que pocos han hecho, pero nuevo para nosotros. Con el tiempo se volvió molesto. Sentir nuestros cuerpos me causaba asco, odio y deseos de aplastarle su rostro con mi puño diestro (en masturbarse.) No fuimos mas lo bello del momento. Nos distanciamos. Nos dormimos uno en cada extremo de la cama, y al despertar ya no estaba. Ni siquiera una nota, nada. La pieza estaba hecha polvo, pero, me levanté y la higienicé. Luego me di un baño, bebí una taza de café, encendí un cigarrillo mientras miraba la puerta a la cual le puse miles de seguros para que ella no volviera a entrar. Salí a caminar esa tarde, fui a dar una vuelta a la plaza.

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